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Diario YA


 

La capital catalana languidece en manos de doctrinarios comunistas y separatistas que pretenden transformarla en un termitero humano

Ada Colau. alcaldesa revolucionaria, conduce a Barcelona a su decadencia internacional

Miguel Massanet Bosch.

Que la ciudad de Barcelona, capital de la comunidad catalana, no es, ni de lejos, la ciudad cosmopolita, referente cultural y emporio industrial y económico de la nación española  que fue, antes de que las ínfulas secesionistas de unos catalanes que buscaban notoriedad política; los cálculos erróneos de otros que pensaban que, una Cataluña sola e independiente, podría favorecer los intereses económicos de los catalanes, libres de tener el deber de ser solidarios con el resto de comunidades españolas; que el establecimiento de una identidad propia en materia lingüística y cultural elevaría al país en la estimación y reconocimientos del resto de la Europa de las naciones; que el cumplir las aspiraciones de Maciá y Company, que nunca consiguieron materializar, les haría recobrarse de la severa lección que, el levantamiento del 18 de julio de 1936, les propinó al  condenarlos a recibir una derrota sin paliativos o que, pese a que llevan años intentándolo por todos los medios posibles y a pesar de la colaboración interesada del señor Sánchez y del resto de las izquierdas, todavía no han sido capaces de ponerse de acuerdo para poder unificar  todas las tendencia que, en estos momentos, existen en el plano político de Cataluña; todo ello debido a que, cada facción independentista y comunista, anteponen sus intereses como partido político a lo que sería  el formar un frente común, por supuesto sin ninguna posibilidad de conseguir la independencia, para enfrentarse a la Constitución y la nación española.


Nos podríamos preguntar si, así como están las cosas en Cataluña y, en especial, en su capital Barcelona, existe alguna posibilidad de recuperar el esplendor que tuvo en el pasado. La respuesta sería que, en manos de quienes está la ciudad en la actualidad, no parece que, dado el enfoque político de los gobernantes que gozan del poder de decidir sobre los problemas que la afectan y dada su ideología revolucionario-marxista, en la que está inmerso el país, existen muy escasas posibilidades de que se den las circunstancias favorables para que la actividad privada, los wudús del turismo, los tour operadores del resto del mundo y los empresarios  relacionados con la actividad turística que tuvieran que invertir en Barcelona, se animen a hacerlo debido a la inseguridad jurídica, falta de confianza en los gobernantes y miedo a los cambios de humor de la señora alcaldesa, especialmente en lo que respeta a su concepto sobre la propiedad privada y su indudable afán recaudatorio, que no garantizan una estabilidad en cuanto a los impuestos y tasas que, en un futuro, pudieran afectar a todo el sistema turístico de la región.
Al parecer, la idea que parecen tener los actuales gestores de la ciudad de Barcelona, se están centrando en convertir la metrópoli catalana en una ciudad en la que se aproveche todo el suelo disponible de propiedad pública, y aquel que consigan expropiar a propietarios privados ( para ello ya tiene pensadas diversos artimañas para justificar una expropiación por utilidad social), sin  tener en cuenta el lugar en el que esté ubicado el solar, el valor del terreno de acuerdo con su situación más o menos privilegiada; la posibilidad de que fuese destinado a otros destinos de mayor impacto turístico como bares, restaurantes, hoteles, lugares de esparcimiento, instalaciones deportivas o cualesquiera otros que pudieran contribuir a aumentar el atractivo turístico de la urbe.  La construcción masiva de viviendas sociales sin tener otra visión que la de que todos los ciudadanos tengan su piso sin valorar que, con toda seguridad, sería mucho más sensato buscarles acomodo en el área metropolitana de Barcelona y mejorar los servicios de transporte público, con precios moderados, para que los que tuviesen trabajo en Barcelona dispusieran de un desplazamiento asegurado, por un importe módico.
El convertir a Barcelona en una ciudad de viviendas sociales sería como transmutar un paisaje natural privilegiado en un páramo o desierto o en un campo de cultivo, sin atractivo alguno. Es evidente que el turista no va a querer visitar una ciudad en la que la aglomeración de viviendas para clases económicas de baja renta, con pocas disponibilidades económicas para gastar en lujos, restaurantes, actividades sociales, congresos, eventos culturales o espectáculos reservados a los bolsillos de turistas adinerados, sean el paisaje urbano con el que se vayan a encontrar. Dónde la situación de posible marginación económica de los habitantes de las viviendas sociales hagan que las calles se conviertan en refugio de marginados, en zonas de protestas sociales o en lugares en los que la delincuencia se cebe, como ya sucedía en el paseo de Las Ramblas de Barcelona, en el que los turistas que, creyéndose seguros, se veían sorprendidos por la delincuencia callejera que tanto había venido proliferando antes de que la epidemia del coronavirus se hubiera cebado en el turismo de toda España.
Claro que nadie parece prestar atención al número de autónomos que han cesado su actividad, al número de empresas que abandonan Cataluña para buscar lugares más seguros dentro o fuera de España. Las autoridades catalanas parecen olvidarse de la lenta pero continua desindustrialización de la región y de sus efectos sobre la población obrera que, en muchos casos, se ha visto obligada a regresar a sus provincias de origen. ¿Han calculado estas eminencias, que parecen no darse cuenta de que el gobernar sobre una comunidad tan importante, como es la catalana, no consiste en empeñarse en supeditarlo todo a un solo objetivo, al que no paran mientes en destinar cientos y miles de  millones de los impuestos de los ciudadanos para mantener a un señor Puigdemont viviendo en  Waterloo y dirigiendo, desde fuera de España y de la misma Cataluña, una imaginaria república de Barataria como un Sancho Panza cualquiera pero, naturalmente, sin su inteligencia natural y su honestidad o para ir preparando gobiernos e instituciones paralelas a las actuales autonómicas, para el improbable evento de que pudiera producirse el milagro de que llegase un día en que se alcanzara el objetivo de la independencia de Cataluña.
Nadie en sus cabales tendría la valentía de abrir una empresa en un lugar, una zona, un arrabal o una ciudad que estuviera bajo el control de un ente administrativo, con el poder de poder fiscalizar cada una de sus decisiones, de limitar sus derechos o de vigilar todas y cada una de sus actividades, o de imponer los impuestos, las tasas o cualesquiera otros tributos sin que existiera la garantía de que tendría la oportunidad de luchar contra ellos, por medio de los recursos legales a los que tuviere derecho. Y es que, señores, cuando una ciudad, como es el caso de Barcelona, cuenta con un activo ornamental de gran valor turístico, como es el parque Guell, un lugar en el que, para garantizar la distancia social debida a las limitaciones impuestas por el coronavirus, se decidió ampliar a 12 hectáreas la zona monumental y así evitar concentraciones limitándose el flujo de entrada a 1400 personas por hora. ¿Fue una medida necesaria la ampliación? Seguramente que sí, pero ¿lo fue el limitar la entrada de turistas o visitantes a 1400 por hora? Puede que sí, pero esta decisión ha provocado la pérdida de 2’6 millones de visitantes en el último año, con su correspondiente recaudación. Es posible que cuando estos turistas regresen a su país de origen cuenten a sus amistades que intentaron visitar el parque, pero que no pudieron y esto haga que algunos de nuestros posibles visitantes futuros escojan un destino distinto para sus futuras vacaciones.
O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, tengamos la desagradable sospecha de que las decisiones que se toman desde el Ayuntamiento de la señora Colau, se decidan en función de la ideología política de la alcaldesa o de sus colaboradores, teniendo en cuenta los intereses del partido comunista al que pertenece la señora alcaldesa que, no nos olvidemos, cuando fue elegida para el cargo que ostenta, ya advirtió de que desde su punto de vista no tendría en cuenta las leyes vigentes estatales o comunitarias si ella consideraba que no eran justas. Desde este punto de vista es posible comprender sus intentos de expropiación fallidos y rechazados por los tribunales, sus tentativas de aplicar control de los alquileres, su implantación de tasas a aquellos propietarios que tengan pisos vacíos sin alquilar, su conversión de la ciudad de Barcelona en intransitable para el vehículo privado, a causa de las limitaciones de carriles en beneficio de un tránsito de bicicleteas o de patinetes que atropellan a los peatones pero, sin embargo, convierte en zonas de desolada ocupación lugares en los que antes se podía circular con relativa fluidez y que, no obstante, el cambio no han redundado en ningún  beneficio para los viandantes del lugar. Nadie debe olvidar que nuestra industria del automóvil ocupa a muchos millares de trabajadores, que dependen de que las fábricas produzcan nuevos vehículos y los distribuidores los vendan. A este paso dudamos que la crisis de automóvil tenga un final feliz. La frase que hoy sometemos a la consideración del personal es la siguiente: “Cuando el debate se ha perdido, la calumnia es la herramienta del perdedor” Sócrates. El señor Pedro Sánchez debiera de meditar sobre esta frase del gran filósofo.