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Diario YA


 

De nuevo siento sana envidia hacia los ingleses, tan suyos ellos, sean o no euroescépticos, porque siguen celebrando como un solo pueblo a don Guillermo Shakespeare

Mi Señor Don Miguel

Manuel Parra Celaya. Mucho me temo que la mayor parte de nuestros compatriotas va a salir de este IV Centenario de la muerte de D. Miguel de Cervantes del mismo modo que entró: desconcertada, aburrida, abúlica o preocupada por la titubeante gobernabilidad de España, angustiada por las patentes de corso concedidas a los separatismos día a día o amedrentada por lo que se nos puede venir encima; o sea, que de la efemérides nada de nada… De nuevo siento sana envidia hacia los ingleses, tan suyos ellos, sean o no euroescépticos, porque siguen celebrando como un solo pueblo a don Guillermo Shakespeare.

Digo que este IV Centenario ha pasado epidérmicamente sobre España, y no creo que haya motivado a abrir las páginas del Quijote a ningún españolito que no lo hubiera hecho antes; quizás a una pequeña minoría –de la que modestamente quiero formar parte- sí les haya impelido a descubrir, en una nueva lectura, aspectos que pudieran haber pasado desapercibidos en las anteriores tanto de la obra como de su autor; como han destacado los cervantistas que en el mundo han sido, el Ingenioso Hidalgo posee una riqueza impresionante de distintos y complementarios niveles de significación, que dependen muchas veces de la edad, del estado de ánimo, del nivel de madurez… y de las circunstancias culturales, históricas o políticas en que se lea.

Tengo que rechazar –también con toda modestia y humildad- aquella afirmación de Américo Castro en 1925 de que todo o casi todo ha sido dicho ya acerca de Cervantes. Y no me refiero a la identificación de sus restos –arduo aspecto que me imagino que estará provocando las risas celestiales de don Miguel- sino a otros temas, algunos políticamente incorrectos, que nos pueden deparar una nueva inmersión en las gastadas páginas de nuestros Quijotes familiares. Enfrascado ahora en una nueva relectura (¡y cuántas van, Dios mío!), me vuelven a llamar la atención, por ejemplo, algunos personajes secundarios, no meramente corales, que aparecen en torno al Caballero y que giran en torno a él; así, un Roque Guinard, figura histórica que pasó de contendiente, no simple bandolero, en las luchas intestinas de la oligarquía de Cataluña en su época, a capitán de los Tercios de la empresa común española; o un Ginés de Pasamonte, trasunto de otro soldado y cautivo de carne y hueso en el XVII, que se pudo sentir realmente molesto por el papel de villano que le asignó Cervantes en la obra; o el juicioso D. Diego de Miranda, que se me antoja representación permanente del buen señor votante de las derechas de toda la vida…

No se me oculta la casi odiosa frivolidad de los ociosos duques, que aparentemente agasajan a don Quijote en su palacio y en realidad lo toman como bufón, ignorantes ellos de su grandeza, y que son dignos de aparecer en nuestros días en cualquier programa de tele-basura como famosillos que jamás han dado un palo al agua, programa en el que tampoco desentonaría nada la bobalicona de doña Rodríguez. Como contrapunto, resalta el elogio que hace don Miguel de los verdaderos soldados y héroes de nuestra historia frente a los de ficción y que se corresponde admirablemente con la reivindicación del honroso papel del escritor como combatiente en Lepanto, en ese prólogo de la parte de 1615 y que hoy seguro que pone los pelos de punta a nuestros pacifistas, esos que se rasgan las vestiduras cuando ven un uniforme militar en nuestros campos, ciudades o salones dedicados a la juventud o a la educación…

Dejo a los eruditos calibrar si va por esta línea que la dedicatoria al Duque de Béjar en la primera parte del Quijote se trocara en otra al Conde de Lemos en la segunda, en consonancia con la admiración cervantina por un verdadero soldado frente al cortesano que nunca se ha expuesto en el servicio a los demás. Pero, especialmente, le voy dando vueltas a dos aspectos, aparentemente tópicos, que se desprenden de la lectura sosegada del Quijote; el primero es la interacción entre una minoría idealista, portadora de un estilo, y la entraña popular española, no carente de valores pero adocenada por el marco en que se desenvuelve; me refiero a la progresiva quijotización del labrador Sancho y la no menos progresiva sanchificación del Hidalgo, que sirve para atemperar su sagrada locura -al decir de otro insigne don Miguel en el siglo XX- y caminar hacia la asunción de una realidad que no se corresponde con la de sus bellos ensueños.

¿No sería deseable actualmente una interacción parecida entre una minoría egregia –que seguro la hay, y no me refiero a los políticos-, ilustradora de un estilo, y las necesidades reales de una entraña popular, aliviada de la costra plebeya y demagógica? El segundo de estos aspectos es mi reafirmación de que Cervantes reflejó de forma excelente no solo una obra literaria, sino toda una interpretación española del hombre y de la vida. En efecto, en cada momento de nuestra colectividad histórica, ha sido necesario que alguien formulara esa cosmovisión, nacida de la actualización del ser de España a partir de sus inmensas potencialidades; así lo hizo Miguel de Cervantes en el siglo XVII, al punto de la decadencia o de la derrota –que sobre esto habría mucho que discutir-; otros lo lograron en sus momentos respectivos. Faltaría que, en el siglo XXI, de nuevo, se pusiera al día esa perspectiva española, por encima de la vulgaridad y de la insensatez de la política del día a día. Todo ello gracias a la interacción mencionada en el párrafo anterior entre el idealismo, displicente con la realidad que no gusta, y el realismo, apegado a los problemas cotidianos, pero susceptible de elevarse por el pensamiento y la decisión de los mejores.

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