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Diario YA


 

la expulsión del siglo XV -posterior a las similares de Francia, Inglaterra y los territorios germánicos- no fue tanto de los judíos como del judaísmo

UN RACISMO LEJANO

Manuel Parra Celaya. Podemos observar que cada cierto tiempo la sociedad norteamericana se ve bruscamente agitada por violencias callejeras que tienen su origen en alguna actuación policiaca de la que ha resultado víctima algún ciudadano negro o afroamericano, como gusten ustedes. No descartemos componentes de tipo social ni pescadores en aguas revueltas, pero lo cierto es que parece darse allí un constante poso histórico sujeto a una dialéctica racismo-antirracismo, que puede tener su origen histórico en el choque traumático, hace más de un siglo y medio, de su guerra civil; luego, las aguas vuelven a su cauce, siempre con ese poso soterrado, hasta que tiene lugar otro incidente explosivo.
    Esta vez, esas asonadas de más allá del Atlántico han repercutido en la cercana Francia, en Gran Bretaña y en otros lugares de Europa; podríamos parafrasear aquel dicho decimonónico que atribuía siempre a un París acatarrado los estornudos de toda Europa, pero sustituyendo  aquel epicentro revolucionario de entonces por el actual de Washington, corazón del actual imperio, con permiso, claro, de Pekín y su grano llamado Hong Kong.


    De momento, en España nos libramos del contagio de esas tensiones sociales (no de otras, no menos recurrentes y peligrosas), por lo menos hasta que a algún descerebrado se le ocurra inventar en estos lares un problema racista, que todo puede ser. Lo cierto es que, aquí, el racismo ha sido inexistente.
    Al llegar a esta afirmación, me imagino a algún sorprendido lector recordándome la expulsión de los judíos de 1492 y las requisitorias sobre la limpieza de sangre de nuestros Siglos de Oro; si este indignado pero amable lector me lo permite, sostendré la mayor con unas breves pinceladas históricas: la expulsión del siglo XV -posterior a las similares de Francia, Inglaterra y los territorios germánicos- no fue tanto de los judíos como del judaísmo; es decir, que el componente básico de aquella medida (no el único) era religioso, no étnico; y otro tanto se puede decir de la estupidez (desde la perspectiva actual, claro) de nuestras clases altas sobre la investigación de sus árboles genealógicos.
    Me mantengo, pues, en la inexistencia de un racismo en España, como lo prueban aquellas Leyes de Indias, adelantadas para su tiempo y ejemplo no imitado por otras naciones imperiales. Por otra parte, el concepto de racismo nace en el siglo XIX, concretamente en Francia, de la mano del darwinismo y del cientifismo positivista.
    Actualmente, creo que sigue dándose aquí esa ausencia de racismos, fobias o manías por motivos raciales y cualquier estudio no tendencioso deberá ir orientado, más que en lo étnico, hacia el problema general europeo de la inmigración no integrable, o por razones sociales y económicas, y poco o nada en la tonalidad de la piel o en el origen de nacimiento. Por mi parte, siempre he defendido la necesidad de un Segundo Mestizaje -esta vez, de allá para acá-, porque puede representar, nada menos, una oportunidad para una Segunda Evangelización, en la misma dirección, y, a lo mejor, la Hispanización de España, con su cortejo de valores olvidados o perdidos en la Piel de Toro.
    El genial -y estrambótico- Ernesto Giménez Caballero dejó dicho hace muchos años que España nunca fue racista, sino raceadora, esto es, integradora de razas en un proyecto universal y creadora, quizás, de aquella raza cósmica que cantó Vasconcelos. Esta vocación la debemos al sustrato católico, que sostiene la igualdad esencial de todos los seres humanos como hijos del mismo Dios, y posiblemente en esto estarán de acuerdo hasta los que se consideran menos católicos, a fuer de anticlericales, porque el principio igualitario está bien arraigado en el alma española desde mucho antes de las declaraciones de derechos humanos.
    España, debido a esta clave del arco en su historia del sentido católico, nació efectivamente con esa voluntad de integrar pueblos, razas, lenguas y costumbres en una unidad de destino entre las demás naciones del ancho mundo; nunca se justificó como patria por tener una sola raza, un solo idioma o una cultura monolítica, sino por la armonización de muchas de ellas bajo un proyecto atractivo de convivencia. Las oposiciones rabiosas a este proyecto se llaman, pura y simplemente, nacionalismos, y estos sí que suelen descansar sobre bases racistas.
    Con todo, no me extrañaría lo más mínimo que un día de estos al descerebrado al que he aludido se le ocurriera convocar alguna manifestación contra el racismo en las calles de España; saldrían entonces a relucir todos los tópico con los que se intenta culpabilizar a una sociedad eminentemente sana, para poder manipularla mejor, y que llevan siempre el sufijo de fobia, ya saben.
    Pues bien, tras mis anteriores afirmaciones, rechazo de antemano cualquiera de estos lugares comunes, con una excepción, eso sí, que cada día cobra más entidad en mi sentir, pensar y actuar: advierto que ha arraigado fuertemente en mí una radical tontofobia.
                                                             
 

Etiquetas:Racismo